viernes, 14 de diciembre de 2012

Londres 2012. Te vi

Muchas son las personas que me insisten en que escriba algo sobre los pasados Juegos Paralímpicos de Londres 2012. Quería quedármelo, son sentimientos muy personales que quizá no todos comprendan, pero algunos sí…

 Tengo una imagen grabada en mi mente. Estoy en la villa. Las calles están desiertas. No hay nadie en los apartamentos. Tan solo se escucha el retumbar del concierto de Coldplay de la Ceremonia de Clausura. 

Decido salir a la calle, nada, no hay nadie. De repente, cruza por delante de mí una de de esas marañas de hojas, papeles y alguna que otra lata de refrescos vacía que arrastra el gélido viento de la noche londinense. Es la última noche que pasamos en la villa. Es una buena noche para recordar, para disfrutar de lo vivido, para compartir lo pasado.

Yo no estoy en el concierto. ¿Por qué?

Es una buena noche para compartir, para recordar lo vivido, para disfrutar. Punto… 

Compartir. Punto…

¡Buena idea! Llamo por teléfono a mi mujer y a mi mejor amiga que están en el Estadio Olímpico. Están ilusionadas, sus voces así me lo demuestran. Debe ser espectacular, pero no pude conseguir un pase para estar con ellas. Con sus voces alegres tratan de disimular lo que es evidente: saben lo que me estoy perdiendo y lo que hubiese disfrutado con el espectacular montaje de luz y sonido de la Ceremonia de Clausura. La música, siempre presente en mí y en mi vida, haciéndome disfrutar, sentir, emocionarme, estremecerme y vivir.

Pero algo tan grande es también para compartir o al menos para qué te dejen vivir la experiencia. Cuando a tu lado sientes que eres una carga, es mejor soltar lastre y poner camino de por medio.

Londres, te vi. Vi tus calles y el trasiego de tus gentes de un lado para otro pareciendo no tener prisa por volver a sus casas. Vi a tus gentes disfrutando de la ciudad, de cada rincón, de cada taberna, de tus parques y tus plazas, con ese sabor multirracial que las contempla, con los aromas entremezclados de las especias de la gran cantidad de puestos de comida que se asientan en las plazas de los mercados. Los mercados, con sus interminables tiendas que se pierden en las serpenteantes calles de Camden Town o en el exquisito mercado de Covern Garden.

Jamás he visto nada igual. El reconocimiento de la ciudad de Londres a los deportistas paralímpicos ha sido de tal magnitud que creará un punto de inflexión en el deporte olímpico y paralímpico internacional.

80.000 personas abarrotando el Estadio a diario, desde primera a última hora. 80.000 personas que contemplarán las finales de cada prueba. Entre esas personas, entre las gradas está hoy mi familia.

¡Hoy es mi día! Mi día soñado. El día por el que tanto he luchado. Tantos sacrificios pasados, tantos esfuerzos, tantas risas y lágrimas derramadas para, por fin, obtener mi recompensa. No estoy nervioso, el trabajo ya está hecho, el objetivo cumplido. Ahora sólo queda disfrutar.

Increíblemente, me hecho la siesta y logro conciliar un gran sueño. Me despierto y no sé bien si sigo soñando. ¿Es un sueño o estoy a punto de participar en la final de unos Juegos Paralímpicos? ¡Es la final! ¡La gran final!

Llego al Estadio y, como no podía ser de otra manera, está a reventar. Junto al Estadio hay una pista de calentamiento. Allí están todos los fisios y los médicos encargados de que todo salga bien. Todo son sonrisas y ánimos. Somos un gran equipo y cada vez que sale uno de nosotros a competir lo hace con el empuje extra que te dan los que se quedan velando para que todo vaya bien. Los más afortunados irán a la pista principal, los demás se quedan esperando tu vuelta y siguiendo la competición por una pantalla de plasma en la misma pista de calentamiento, en los boxes en los que habitualmente están trabajando. 

Comienza el gran paseo. Es el camino a la gloria. El ambiente es tranquilo, el viento quiere pararse para favorecer los cromos. No hace frío. Camino despacio, relajado, intentando recoger el máximo número de sensaciones que voy percibiendo y poco a poco voy guardándolas en mi memoria. Aquí las tengo, en mi tarro de las esencias.

Salimos de la pista de calentamiento, pasamos el primer control y nos dirigimos al túnel que une esta pista con el Estadio. Es un largo túnel, cubierto y con el suelo de tartam. Camino del siguiente control voy recordando todas y cada una de las caras que me han despedido tan sólo unos instantes antes: Lidia, Ricardo, Amaya… Caras sonrientes, felices de haber cumplido con su trabajo, que no es otro que el de que el atleta este al 100% de sus posibilidades y en el mejor estado de forma posible.

Me acompaña la indiferencia. Soy la carga que pronto llegará a su destino.

Pasamos el segundo control y nos ubican en una especie de caseta de lona con sillas dispuestas para que nos sentemos a esperar mientras revisan nuestro equipo. Se comprueban dorsales, mochilas, zapatillas y especialmente las gafas opacas que cada uno de nosotros debe llevar. Si no son opacas, has de tenerlas precintadas con cinta aislante, de tal manera que no deje pasar nada de luz. Las gafas tienen que abarcar toda la órbita.

Aquí nos conocemos todos, no es la primera competición con mis rivales y sabemos por dónde anda cada uno. De repente, un nuevo contrincante que no conocíamos, vemos que tiene una marca increíble, quizá por ser nuevo no sabe cómo deben ser las gafas y por las suyas entra mucha luz. Al comprobarlo, los jueces determinan cambiar sus gafas y le dan unas de las que la organización tiene preparadas. He de aclarar que no todos los que compiten en la clase T-11 son ciegos totales, algunos tienen algún resto de visión y por eso se extreman las precauciones. Así, nadie puede hacer trampas. Éste chico no tenía el día, pues no pudo acabar la carrera porque se cayó en plena competición.

“OK. Let´s go”, dijo el juez. Todos nos levantamos, la adrenalina empieza a subir. Nos dirigimos al último control. Este último control nos daba acceso a un módulo techado de unos 70 metros donde poder hacer unas rectas. Hacemos tres y nos dicen que ya podemos salir. En las rectas compruebo que me he equivocado de calcetines, demasiado gordos y esto, junto con las plantillas, hace de las zapatillas de clavos algo así como una tubería a punto de estallar. Sucede que, en este caso, la tubería es mi pie. Me ato una y otra vez las zapatillas con el fin de aflojar la presión, pero ya es imposible, no hay tiempo. Un error de principiante. No pasa nada. Hoy corremos hasta descalzos si hace falta, pensaba yo.

Vamos caminando y empiezo a sentir el murmullo de la gente que pronto se torna en griterío. Siento el calor de los focos, noto el ambiente. Mis preguntas se pierden en el aire. ¿Dónde estamos? ¿Qué pasa? ¿Por qué nos paramos? ¿Estamos ya en la salida?

Levanto la cabeza y busco entre las gradas a mi familia. Sé que están ahí, han venido a verme y sé que están orgullosos de que esté ahí abajo, con todos esos grandísimos atletas que hoy son mis compañeros. Sé que lo tengo que dar todo y también sé en las condiciones que me encuentro. Voy a sufrir mucho, lo sé.

Yo miro aunque no vea, miro desde dentro y encuentro. Los veo, están ahí. También mis amigos y todos los que me siguen desde España. También siento a los que me faltan. Aquí están, junto a mí en la línea de salida. ¡Vamos Riqui, lo has conseguido! ¡Sal y disfruta!

Comienza la carrera, el ritmo es frenético. Imposible seguirlos. El primer 1.000 a un ritmo increíble, los pies me duelen, tengo hinchados los tibiales, no puedo impulsar bien. ¡Madre mía!, qué duro va a ser terminar. 

La gente no para de animar, tanto al primero como al último. A cada vuelta que damos al anillo del Estadio, voy sintiendo como el griterío es más grande cuando pasa el primero y vuelve a serlo cuando pasa el último. De pronto, un obstáculo en el camino: el keniata se ha caído y por poco nosotros con él. Por suerte logramos vencer el tropiezo. Ahora la distancia con Eric, que me precede, es aun más larga.

Mitad de carrera y me quiero morir.

Está mi familia, hay que llegar como sea. Lo doy todo. Cada vez oigo que el intervalo del griterío del que va en cabeza es más corto con el que va el último, es decir, conmigo. ¿Dónde va este hombre? Sé que le tengo detrás. Intento que no me doble, es su última vuelta. Mi zancada no da para más, última recta de 100 y sé que me va a pillar. A falta de 10 metros le dejó pasar, a mí aun me queda una vuelta para intentar recortar y, si es posible, coger al que va delante. El ritmo del chileno me ha hecho darlo todo y acortar la distancia con el rival que va por delante. Hago un último 400 muy bueno, pero no lo suficiente para coger al de delante. Sí suficiente para llegar a meta y recibir el gran aplauso de la majestuosa afición londinense.

Una meta que sabe a gloria. Por fin, a descansar.

Impresionante el recibimiento que me hicieron mi familia y amigos al salir de la Villa. Todos emocionados y yo, el hombre más feliz del mundo.

¿Y ahora qué? ¡Ahora hay mucho más!